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CONTARLO TODO
Kyle MacLachlan visto por Miguel Vides. La versión grande está en la página 59. ESTOS DÍAS, LEYENDO SOBRE esta bendita profesión de hacer revistas, leí una cosa estupenda: “Las revistas en papel son entornos de alta confianza. Medir los clics rápidos de los contenidos online da sensación de control, pero el papel es efectivo en el largo plazo, te invita a quedarte. El lector pasa más tiempo y duda menos: hablamos de una influencia de años, no días o minutos”. No sé si tanto, y no seré yo quien ponga en duda las virtudes del online a estas alturas de la partida, pero después de tanto tiempo de oír vaticinios agoreros sobre la muerte del papel, tampoco negaré que me da gusto que la gente más joven lo esté abrazando. Incluso medios de la competencia que originalmente eran solo digitales, como Highxtar, tienen ahora edición print. Bienvenida sea. Ya no hablamos de antagonismo sino de dos mundos perfectamente complementarios. Por supuesto ha habido que actualizar la lógica del asunto. Lo contaba muy bien Michael Grynbaum en la conclusión de Empire of the Elite, un volumen que cuenta la extravagante era dorada de publicaciones como Vogue o Vanity Fair: “Esas revistas nunca pretendieron que el lector medio pudiera conseguir todo lo que mostraban. Mostraban claramente una fantasía, estilos de vida opulentos pero más amables que la ostentación de los ricos de hoy en las redes sociales. Proporcionaban un disfrute vicario”. Pero, añadía Grynbaum, ahora que las revistas ya no son la única ventana al mundo, que temas como la vivienda o la cesta de la compra han cobrado una importancia desproporcionada y que todos somos bastante menos inocentes, el discurso de lo aspiracional hay que cogerlo con pinzas. No creo que haya que renunciar a soñar con ropa, muebles, viajes y cosas bonitas: qué son las revistas sino lugares de fantasía, aparte de que ese es nuestro negocio (y mi debilidad: en esto soy culpable). Pero tenemos claro que nuestra misión, independientemente de las capas de oropel que tenga la milhoja, es contar cosas, y sobre todo las cosas de ya. Esto me rondaba la cabeza desde que un día, en casa de unos amigos, la escritora Esther Calderón me dijo: “No había leído nunca una historia como la mía así que decidí contarla”. Esther es la autora de Pipas (Pepitas), una novela-ensayo que reconstruye su infancia y adolescencia en una familia humilde de una ciudad dormitorio cántabra, y su esfuerzo por reconciliarse con un mundo que favorece a la gente privilegiada y preferentemente capitalina. Es algo parecido a lo que cuenta Noelia Ramírez en Nadie me esperaba aquí (Anagrama). “Aprendimos a leer sin libros que contaran historias sobre las nuestras”, escribe en su tratado autobiográfico sobre el desclasamiento de una periodista cultural charnega que estudia en una de las universidades más pijas de Barcelona. Y hay un paralelismo también en la infancia de una chica trans en el barrio madrileño de San Blas en los años ochenta que describe Alana Portero en su ya clásico La mala costumbre (Seix Barral). En ocasiones lo que reconstruyen estas autoras son cosas que, por su juventud, no vivieron. Es el caso de la cineasta Carla Simón y su tríptico de películas que indagan en la historia de sus padres, víctimas de la epidemia de la heroína y el sida y fallecidos a principios de los años noventa, cuando ella era muy pequeña. La última entrega, Romería, cuenta cómo la familia de Marina, la adolescente que protagoniza la historia, sumió la muerte de su padre en un silencio lleno de dolor y vergüenza. Fue esta película lo que nos hizo preguntarnos si, tal vez, queda una pregunta por responder: ¿estamos listos para reconciliarnos con las historias de la generación perdida en España? Como pudo comprobar Jaime Lorite Chinchón en su reportaje de la página 46, para muchos, por suerte, sí, pero para otros todavía no. De decenas de solicitudes para participar en el tema la mayoría fueron negativas, y quienes sí quisieron contar sus historias lo han hecho con nombre falso. El estigma, y la crudísima dureza de las historias, perduran. La propia Carla Simón se lo dice a Jaime: “La generación de mis padres ha sido definida con un vocabulario muy injusto, de culpa, como si hubiera sido un castigo. No fue un castigo, fue una putada y punto”. El reportaje es sencillamente magnífico. Lo más aspiracional de este número de ICON es que hay de todo y los protagonistas son de varios mundos y de casi todas las edades. Uno de mis favoritos, Kyle MacLachlan, habla de su carrera, de lo mucho que le gusta TikTok y, aunque por desgracia no cuenta nada de su papel en Sexo en Nueva York, sí dice algo muy tierno sobre David Lynch: “Me duele no volver a oír cómo me saludaba: ‘¡Hey, Kyle!’, con esa vocecita suya que me encantaba”. Decida usted si le parece más bonito leído en el móvil o en print. A nosotros nos sirven las dos. Seguir leyendo
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